La
que sigue no es una “calavera” al estilo de las que se acostumbran escribir en los
días de muertos. Es, en todo caso, el relato del encuentro de la Parca con un
hipotético Rey de los que hay muchos conduciendo los destinos de su pueblo. A
ellos está dedicado...
Acostumbrada al miedo de aquellos a
quienes tocaba la puerta, no era dada a brindar consuelo y menos a perder el
tiempo pues su lista siempre era extensa.
Pero en esta ocasión fue diferente: lo
percibió al instante. El Rey no tenía miedo, tenía una inconmensurable
tristeza…
¡Vamos! ¡Vamos! Anímate, ¡hombre! No
pongas esa cara… Mira que todos tienen que pasar por este último trance… ¡Te
aseguro que después pensarás que no valió la pena el traguito amargo por el que
ahora pasas! Si te portaste mal en esta vida, no pasará de un ratito en el
infierno y ahí, por bien portado, te reducen la condena, te dan libertad
condicional en el purgatorio y al cabo de unos cuantos años, estarás tocando
las mismísimas puertas del paraíso. ¡Vamos, vamos…! No pongas esa cara… ya
verás que todo estará bien…
El Rey intentó esbozar una suerte de
sonrisa pero el efecto fue patético. Tal era su tristeza que su último vestigio
de fortaleza se desvaneció en un mar de llanto ante las palabras de consuelo de
aquella dama, impecablemente vestida de negro, cuyo rostro se perdía en las
profundidades de la capucha que le servía de marco…
No tengo miedo a morir -entre sollozos
le dijo- ni al sufrimiento. Que ha poco, en un solo instante, al tomar
conciencia de mis pecados he sufrido más que lo que cien infiernos y mil
purgatorios me pudieran causar. Para mí, tu encargo es el principio del final
de mi castigo y por eso no quiero acompañarte. No merezco tal piedad.
El peor castigo para mis culpas
–continuó diciendo- será permanecer aquí. Ese es mi deseo ahora que sé el mal
que causé a muchos miles de inocentes que ya te han acompañado.
Mi soberbia, ésa que todos veían menos
yo, ésa que ciega a quien la padece, no tuvo límites. Nunca escuché a nadie,
sólo en los escasos momentos de desesperación, preguntaba ¿Por qué no entienden
que lo que ordeno y hago es por su bien?
Me hice líder a toda costa pues me
sentía elegido para salvar a mi pueblo. Nada me importó con tal de obtener y
conservar el poder… En mi soberbia disfrazada de la búsqueda del bien común,
emprendí una lucha contra un enemigo imposible vencer.
Pues ¿Cómo vencer a aquellos que
crecieron como yo de la semilla de la ignorancia? Abonada en mi caso por la
soberbia y en ellos, por el resentimiento.
Y así –continuó entre sollozos- la
cruenta mortandad, sólo vista en guerras que ya eran historia vieja, regresó a
mi tierra causando indescriptible dolor y sufrimiento. Miles de muertos causé
por mi obstinación. Y vestí una coraza que no dejó llegar los lamentos a mis
oídos, ni ver la sangre derramada. Mi respuesta a todo eso fue siempre la
misma. No cejaremos.
Impresionada la dama de negro,
reflexionó por unos instantes y tomando su lista tachó el nombre de nuestro
triste personaje anotando al margen:
“Construyó su propio infierno, justo
acaba de entrar en él, y ahí se queda.”
Cualquier parecido con la realidad no
es mera coincidencia.
Reciban un afectuoso abrazo,
Enrique
Chávez Maranto
enrique.chm@gmail.com
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