La desconfianza y la incertidumbre son dos de los jinetes del Apocalipsis que aún asolan a los funcionarios de nuestra administración pública. Sus efectos perversos se han sentido en todo el aparato gubernamental al punto de que la frase “no se puede” se ha convertido en la respuesta obligada a toda propuesta de cambio - hacia una administración pública eficiente, proactiva y orientada al servicio de la ciudadanía- que no esté ya contemplada en los procedimientos.
La corrupción de algunos ha derivado en un sistema de control basado en la desconfianza donde pagan justos por pecadores; donde los verdaderos corruptos siguen haciendo de las suyas y una inmensa mayoría de funcionarios capaces y honestos viven temerosos de caer en las garras de una moderna santa inquisición que busca, al costo de lo que sea, encontrar culpables que justifiquen su existencia.
La corrupción de unos cuantos generó la desconfianza generalizada de la sociedad en todos los funcionarios y el demérito que prevalece de la función pública. Demérito que provocó -mas no justificó- la creación de todo un gigantesco aparato gubernamental que se ha convertido en la causa principal de que nuestros funcionarios, antes que aplicar su experiencia a la productividad, prefieran observar estrictamente el cúmulo de procedimientos que se han generado, muchos de ellos fuera de toda lógica y sentido común, en el afán de satisfacer el justo reclamo de la transparencia en el manejo de los fondos públicos.
Por su parte, la constante incertidumbre sobre el futuro de muchas de las empresas paraestatales y dependencias del gobierno federal han derivado en un liderazgo coercitivo que; antes que sustentar el desarrollo institucional en un sistema de valores compartido que privilegie la comunicación, la colaboración y la coordinación del capital humano como los factores críticos que subyacen en todas las organizaciones exitosas; impone su voluntad al margen de cualquier otra consideración que no sea atender el criterio de la cúpula excluyente.
La transparencia y la rendición de cuentas son, sin duda alguna, reclamos imperativos y justificados de la sociedad. Lo que es irracional, sin embargo, es someter a todo el capital humano de nuestro gobierno a un clima laboral donde prevalece el resentimiento, el miedo, el nulo incentivo al esfuerzo personal y el desperdicio crónico del capital humano, como las constantes de la actividad cotidiana.
La corrupción de algunos ha derivado en un sistema de control basado en la desconfianza donde pagan justos por pecadores; donde los verdaderos corruptos siguen haciendo de las suyas y una inmensa mayoría de funcionarios capaces y honestos viven temerosos de caer en las garras de una moderna santa inquisición que busca, al costo de lo que sea, encontrar culpables que justifiquen su existencia.
La corrupción de unos cuantos generó la desconfianza generalizada de la sociedad en todos los funcionarios y el demérito que prevalece de la función pública. Demérito que provocó -mas no justificó- la creación de todo un gigantesco aparato gubernamental que se ha convertido en la causa principal de que nuestros funcionarios, antes que aplicar su experiencia a la productividad, prefieran observar estrictamente el cúmulo de procedimientos que se han generado, muchos de ellos fuera de toda lógica y sentido común, en el afán de satisfacer el justo reclamo de la transparencia en el manejo de los fondos públicos.
Por su parte, la constante incertidumbre sobre el futuro de muchas de las empresas paraestatales y dependencias del gobierno federal han derivado en un liderazgo coercitivo que; antes que sustentar el desarrollo institucional en un sistema de valores compartido que privilegie la comunicación, la colaboración y la coordinación del capital humano como los factores críticos que subyacen en todas las organizaciones exitosas; impone su voluntad al margen de cualquier otra consideración que no sea atender el criterio de la cúpula excluyente.
La transparencia y la rendición de cuentas son, sin duda alguna, reclamos imperativos y justificados de la sociedad. Lo que es irracional, sin embargo, es someter a todo el capital humano de nuestro gobierno a un clima laboral donde prevalece el resentimiento, el miedo, el nulo incentivo al esfuerzo personal y el desperdicio crónico del capital humano, como las constantes de la actividad cotidiana.
Así, bajo esa óptica, muchos prefieren el “no se puede” a morir en la hoguera de la santa inquisición. De revertirse esta situación, de aprovechar realmente la capacidad de quienes trabajan verdaderamente en el gobierno, de incentivar su colaboración y no reprimir su creatividad; de controlar su gestión por resultados y no por el estricto y puntual apego a los procedimientos, los ahorros serían sustanciales, la productividad se incrementaría y tal vez ¿porqué no soñar un poco? quizá hasta disminuyan los impuestos.