sábado, 3 de noviembre de 2012

La Parca y el Rey


La que sigue no es una “calavera” al estilo de las que se acostumbran escribir en los días de muertos. Es, en todo caso, el relato del encuentro de la Parca con un hipotético Rey de los que hay muchos conduciendo los destinos de su pueblo. A ellos está dedicado...

Acostumbrada al miedo de aquellos a quienes tocaba la puerta, no era dada a brindar consuelo y menos a perder el tiempo pues su lista siempre era extensa.

Pero en esta ocasión fue diferente: lo percibió al instante. El Rey no tenía miedo, tenía una inconmensurable tristeza…

¡Vamos! ¡Vamos! Anímate, ¡hombre! No pongas esa cara… Mira que todos tienen que pasar por este último trance… ¡Te aseguro que después pensarás que no valió la pena el traguito amargo por el que ahora pasas! Si te portaste mal en esta vida, no pasará de un ratito en el infierno y ahí, por bien portado, te reducen la condena, te dan libertad condicional en el purgatorio y al cabo de unos cuantos años, estarás tocando las mismísimas puertas del paraíso. ¡Vamos, vamos…! No pongas esa cara… ya verás que todo estará bien…

El Rey intentó esbozar una suerte de sonrisa pero el efecto fue patético. Tal era su tristeza que su último vestigio de fortaleza se desvaneció en un mar de llanto ante las palabras de consuelo de aquella dama, impecablemente vestida de negro, cuyo rostro se perdía en las profundidades de la capucha que le servía de marco…

No tengo miedo a morir -entre sollozos le dijo- ni al sufrimiento. Que ha poco, en un solo instante, al tomar conciencia de mis pecados he sufrido más que lo que cien infiernos y mil purgatorios me pudieran causar. Para mí, tu encargo es el principio del final de mi castigo y por eso no quiero acompañarte. No merezco tal piedad.

El peor castigo para mis culpas –continuó diciendo- será permanecer aquí. Ese es mi deseo ahora que sé el mal que causé a muchos miles de inocentes que ya te han acompañado.

Mi soberbia, ésa que todos veían menos yo, ésa que ciega a quien la padece, no tuvo límites. Nunca escuché a nadie, sólo en los escasos momentos de desesperación, preguntaba ¿Por qué no entienden que lo que ordeno y hago es por su bien?

Me hice líder a toda costa pues me sentía elegido para salvar a mi pueblo. Nada me importó con tal de obtener y conservar el poder… En mi soberbia disfrazada de la búsqueda del bien común, emprendí una lucha contra un enemigo imposible vencer.

Pues ¿Cómo vencer a aquellos que crecieron como yo de la semilla de la ignorancia? Abonada en mi caso por la soberbia y en ellos, por el resentimiento.

Y así –continuó entre sollozos- la cruenta mortandad, sólo vista en guerras que ya eran historia vieja, regresó a mi tierra causando indescriptible dolor y sufrimiento. Miles de muertos causé por mi obstinación. Y vestí una coraza que no dejó llegar los lamentos a mis oídos, ni ver la sangre derramada. Mi respuesta a todo eso fue siempre la misma. No cejaremos.

Impresionada la dama de negro, reflexionó por unos instantes y tomando su lista tachó el nombre de nuestro triste personaje anotando al margen:

“Construyó su propio infierno, justo acaba de entrar en él, y ahí se queda.”

Cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia.

Reciban un afectuoso abrazo,

Enrique Chávez Maranto
enrique.chm@gmail.com
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