sábado, 21 de julio de 2007

Juicios, juicios y más juicios...



Como comenté en mi artículo pasado, tomar decisiones a la ligera –elegir- es una de las causas más comunes de la infelicidad. Permanentemente decidimos entre diversas opciones la gran mayoría de las veces triviales y sin mayor impacto en nuestras vidas; sin embargo, otras, las menos, las que nos inquietan, por su trascendencia, deberían ser motivo de una escrupulosa reflexión considerando el valor a crear; la conciencia de la naturaleza y consecuencias de la decisión que genera la convicción; el propósito en cuanto a el grado en el que buscamos satisfacer necesidades o deseos y finalmente la fuerza, amor ó temor, que nos impulsa hacia una u otra alternativa.

Un tipo particularmente peligroso de decisiones son los juicios que realizamos sobre las conductas, actitudes y formas de vida de las personas. Si bien es cierto que la práctica de juzgar a las personas es algo que realizamos continuamente, ciertamente juzgar a las personas, es lo que nos expone a mayores riesgos cuando, en el peor de los escenarios, el fallo es desfavorable, el juzgado es cercano y esta subordinado a nosotros ya sea por razones de dependencia económica, jerárquica ó afectiva. En ese escenario, las consecuencias de la decisión –juicio- serán de la mayor trascendencia para todos los afectados.

Cuando el juicio es explícito, que en la gran mayoría de los casos no lo es, la exposición al riesgo disminuye en tanto que el juzgado tiene la oportunidad de argumentar en su defensa.

Cuando el juicio es tácito y no media comunicación alguna; el impulso del juez le lleva a buscar modificar por medio del control las conductas de un juzgado colocado en estado de indefensión. Control que puede asumir desde las formas más sutiles de la manipulación hasta las más burdas de la franca coerción donde el perverso juego de victima – victimario cobra plena vigencia provocando el resentimiento y al final del día, la destrucción del valor de todos los actores.

Juzgar a las personas entonces, no es algo trivial es algo que debemos evitar si deseamos una vida feliz y satisfactoria. El reto es ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo evitar reprimir nuestro impulso a modificar las conductas de aquellos a quienes amamos cuando, a nuestro juicio, no hacen lo que nosotros consideramos como correcto?

No hay una receta fácil para esto pues quienes controlamos normalmente ignoramos que lo hacemos. Controlar se vuelve un acto reflejo como el conducir para un chofer con muchos años de experiencia. Un primer paso sería contar hasta 10 antes de juzgar –tácita o explícitamente- a las personas y emplear ese tiempo para considerar los cuatro aspectos mencionados al principio:

Valor: ¿Considera que su opinión realmente contribuirá a crear ó evitar la destrucción de valor? La percepción del valor puede ser distinta de persona a persona; en tanto que para un monje franciscano el valor del dinero puede no significar nada, para un yuppie puede significarlo todo.

Convicción: Si no comparten la percepción de valor, juez y juzgado, este último, por la autoridad del juez, podrá aceptar el control que se le impone pero sin convicción y más tarde o más temprano, regresará a la conducta que usted reprueba.

Necesidad o deseo: ¿Qué tanto es para usted un deseo, ó una necesidad, modificar la conducta que juzga? Un deseo es algo de lo que podemos prescindir o regalar; una necesidad es algo que de no satisfacerse podría, más tarde o más temprano, causar un daño. No es lo mismo juzgar el derroche de los recursos que usted provee que la vestimenta que utilizan sus hijos. En tanto que lo primero agota sus recursos, lo segundo podría ser intrascendente.

Fuerza impulsora: ¿Juzga usted por temor ó por amor? Esta es una pregunta crucial pues en muchas ocasiones juzgamos y buscamos controlar porque deseamos evitar a su vez ser juzgados y eso es “muy malo” cuando de nuestro ego se trata. Eso es típico cuando juzgamos a nuestros hijos; en un ejemplo común, buscamos controlar su apariencia solo para no ser juzgados en nuestro papel de padres.

Sería valido juzgar solo cuando tengamos la absoluta convicción por la evidencia, no por supuestos, que la conducta está destruyendo el valor de la comunidad o el del propio juzgado; cuando el propósito no sea en sí el juicio de las conductas, si no la propuesta de alternativas viables que contribuyan a modificarlas; cuando nuestros juicios no busquen la satisfacción de los deseos si no de las necesidades; cuando, finalmente, la fuerza impulsora sea el Amor. Y siendo así emita su juicio, explícitamente, sustentado en la evidencia, siempre dispuesto a escuchar y a aceptar, en su caso, lo que el juzgado tenga que alegar en su defensa.

Al final del día, el propósito es crear valor y distribuirlo equitativamente entre todos los que participan en una cadena de valor cualquiera que esta sea –la familia, el trabajo…-con base en la colaboración efectiva que solo se da, cuando se comparte una visión.

Y para lograr ese propósito, ni el juicio a la ligera, ni el control, son opción.


Enrique Chávez Maranto
enrique.chm@gmail.com




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