El diamante refleja una luz diferente dependiendo de la luz que recibe del contexto en el que se encuentra; siempre diferente a los ojos de quienes lo admiran, el diamante, sigue siendo diamante.
Para ser diamante, este necesita de un largo un proceso de transformación para lucir como la gema maravillosa que conocemos. Si la superficie del diamante no se mantiene limpia; su brillo desaparece enmascarado por el polvo y la suciedad.
De igual manera, el hombre requiere de un proceso de transformación que poco a poco descubrirá las maravillosas facetas de su verdadero Ser como la piedra opaca de la mina.
Ese proceso requiere, para el diamante, de los golpes precisos del tallador en tanto que para el común de los mortales, de las muchas veces dolorosa experiencia propia antes que la de la cabeza ajena.
El Ser, en tanto gema, también requiere de mantenerse limpio para no perder su brillo bajo la pátina de la soberbia, la ignorancia y el resentimiento.
Soberbia, ignorancia y resentimiento que no le permitirá ver su propia luz.
Sin embargo, a diferencia del diamante que solo es lo que el tallador decide, el hombre no tiene límites y será lo que él elija Ser.
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