
Nada es más apropiado que el concepto de “lesa humanidad” para calificar a los asesinatos, los secuestros y la tortura que sistemáticamente, sin él menor atisbo de humanidad, sin escrúpulo alguno y con extrema crueldad comete la delincuencia organizada en contra de una ciudadanía inerme ante la corrupción y la impunidad prevaleciente por la incompetencia, la negligencia o la complicidad de las autoridades.
Son crímenes de lesa humanidad que estampan un hierro, candente, indeleble, por la profunda frustración, impotencia, pesar y enojo que provocan en el ánimo de las víctimas incluyendo en estas, no solo a los directamente afectados, si no también a sus familias y a la sociedad entera.
Son crímenes de lesa humanidad que han motivado a muchas voces al reclamo de la justa satisfacción, por los agravios y los daños, a través de la implantación de las penas más severas, incluyendo la muerte para los culpables. ¡Qué más podría pedirse como compensación ante el sufrimiento extremo y la muerte cruel de un ser querido! Difícilmente una madre, un padre, un hermano, un hijo podrían conceder la gracia del perdón a un delincuente cuando no es posible regresar el tiempo.
En los países donde es un jurado imparcial quien juzga a un individuo y el juez solo impone la pena, se le exige al jurado unanimidad en la decisión y se le instruye a que cuando no exista, basada en los hechos, la plena convicción de culpabilidad fuera de toda duda razonable, el acusado debe ser declarado inocente. Y esto es así por que la muerte de todos los culpables del mundo jamás equilibrará el fiel de la balanza ante la muerte por error de así sea solo un inocente.
Ese es el criterio que, a pesar del dolor y el tamaño de los agravios, deberíamos aplicar cuando consideremos exigir la aplicación de la pena de muerte para los responsables de los crímenes de lesa humanidad. Porque aquí no tenemos aún jurados imparciales y por que tampoco se aplica el principio de presunción de inocencia no obstante que está elevado a rango constitucional. Porque el que juzga también dicta sentencia. Porque en las cárceles hay muchos inocentes.
Imaginemos por un momento la estampa indeleble de un hierro candente por la profunda frustración, impotencia, pesar y enojo que provocaría en el ánimo de una madre, de un padre, de un hermano la ejecución del ser querido al que sabe inocente de los crímenes que se le atribuyeron.
Porqué, basados en los hechos, existe la duda razonable y fundada de que nuestro sistema de impartición de justicia tenga los atributos de honestidad, imparcialidad y efectividad que asegure la muerte de los culpables y la libertad de los inocentes.
Con mis mejores deseos,
Enrique Chávez Maranto
enrique.chm@gmail.com